viernes, 14 de diciembre de 2012

fiebre

Te extraño
tanto que
me puse
el vestido que
me regalaste,
y me olvidé
de lo cortito
que es,
y no tuve 
en cuenta
al viento,
y se me vuela,
y muestro
la bombacha 
en la avenida,
y me da fiebre;
pero no del frío 
que tomé con el 
vestido corto:
es fiebre de
extrañarte.

viernes, 7 de diciembre de 2012

foto

Entonces
me sorprendió
tu foto
y sin querer
la acaricié
con el mouse
de mi
computadora.

domingo, 18 de noviembre de 2012

eugenia alicia (o jennifer del estero)

Eugenia Alicia es su nombre.
Cuando nos conocimos yo
solía tener conductas de vegetal;
siempre y cuando los vegetales
vivan en estado de anestesia total.
Un día me invitó a pasar el
fin de semana en su departamento
de la calle Billinghurst,
"podés ocupar el cuarto
más lindo de la casa" dijo;
y fui ese fin de semana y
todos los que siguieron.
Me enseñó a escuchar
los himnos del Indio Solari,
los rockandrolles de los
Stones y de Los Piojos,
las poesías de Joaquín y
la magia de Charly.
Nos hipnotizamos frente
al televisor la mañana que
murió Lady Diana, y lloramos.
Otro día me dijo que
nos mudáramos juntas,
entonces nos fuimos a vivir
a un departamento en la calle
Aráoz.
Una vez por semana,
asistimos a un ritual de nombre
Agrandadytos y nos morimos
de ternura cuando un precoz
mago Lalo se sorprendió de su
propia magia al grito de "¡Un pájaro!"
ante la aparición de una paloma
blanca debajo de su galera.
Una noche de sábado decidimos
incursionar en la noche de
San Telmo: entramos en un
subsuelo tugurioso lleno de
hombres, tomamos cerveza en
vaso plástico de cumpleaños
y sembramos una ola de carcajadas
cuando la mejor actriz de la ciudad
recreó a una fan de Ricky Martin
vociferando una y otra vez
"¡Qué lindo tema Ricky!"
estirando mucho la última y.
Un viernes de julio, nos
pusimos todo y fuimos a
La Trastienda a ver a los
Kuryakis. Yo miré y bailé
desde el costado derecho,
ella, whisky en mano, me
dijo  "voy adelante de todo
para que me vea Emmanuel";
una hora más tarde volvió
feliz, sin aire y transpirada.
La noche terminó en el baño
del Café Tortoni con su
promesa de no volver a tomar
whisky nacional.
Desde entonces yo fui
Hermoza from Heaven y
ella Jennifer del Estero.
En cuatro años, Aráoz nos
desgastó. Me fui de viaje.
Cuando volví me amenazó de
muerte; "te voy a tirar por el
balcón" me dijo con ojos
de fiera, y le creí.
En 30 minutos estaba en la
casa de mi prima con toda
mi ropa, mis libros y mis discos.
Dos años después ella y su
novio me socorrieron de un
grave estado de ebriedad en
el casamiento de una amiga.
En ese acto zanjamos diferencias
para siempre jamás.
El mismo novio de entonces
me invitó sorpresa al back
de Dante Spinetta en Niceto.
Ella arrancó un póster de la
pared y tocó la mochila de
Ricardo Mollo. "Nunca más"
dijo él.
Volvimos a las andadas.
Nos reímos en el carnaval
de La Pedrera bailando
al son del caminante lunar
con un oso panda y un oso
marrón. (Esa noche se
enamoró de un chico por
sus pestañas).
Nos hicimos fans de Max
Capote en un bar de La Paloma,
con baileys, corridas de
colectivo, fotos y videos.
Fuimos mucho al cine,
sufrimos como nunca con
la vida de Edith Piaf y
alabamos con fervor cada
estreno de Pedro Almodóvar.
Nos enrolamos en el
club de fans de Calle 13
una tarde de otoño en GEBA
mientras René Residente
nos presentaba su torso
tatuado y su lengua indómita.
Se hizo bailaora y me llevó
a conocer tablados y gitanos.
Me enamoré de un cantaor
con ojos hondos y turcos de
nombre Geromo y de apellido
Amador (él no lo sabe,
nunca le hablé, sólo lo miré
fuerte cada vez que lo vi).
Me invitó a ser amiga de
cada una de sus amigas
porque es generosa y
sabe compartir.
Fuimos a Colombia en un
vuelo de Avianca con
valijas enormes, cámaras
de fotos y emoción.
Recorrimos Bogotá con
un paraguas amarillo, compró
medio Zara y me sacó fotos
de book.
Conocimos la gloria:
la gloria se llama Andrés
carne de res y vive en Chía;
bajo una lluvia de corazones
rojos de papel barrilete le
exigió una foto a su actor
preferido mientras mi dedo
temblaba apoyado en el
botón de disparar.
Fuimos a una isla del caribe
con hotel de pulserita, turistas
felices y nativos tristes.
Pidió un cambio de habitación
por ruidos molestos, nos
mudamos. Hicimos una
excursión en una lancha
precaria de nombre Stefány.
A la hora de volver, se peleó
con un hombre de dos metros
por uno como si fueran, ella y él,
del mismo tamaño. A bordo,
inquirió al lanchero que fuera
con cuidado porque "¡acá
viaja una familia señor!", mientras
se agarraba de mi brazo flaco
buscando protección. Nos
hicimos amigas de un taxista
que nos llevó de compras al
centro bajo su desesperada
consigna de "¡¿Dónde hay
perfumes!?" Compró 4 ó 5
botellitas. En el hotel entró
en pánico cuando se probó
un carísimo Jean Paul Gaultier
con olor a vencido y color
de pis denso. Entonces salió
con el taxista amigo a cambiarlo
y volvió con cara de haber
recuperado el sentido de
la vida. Volamos desde
San Andrés a Bogotá en
primera clase por puro
culo. Ella se acomodó en
el rol de ejecutiva y exigió
que cierren la cortinita y
whisky para tomar.
Ahora es una nueva rubia y
su cuerpo sigue teniendo la
cualidad de muy abrazable.
Hace un año y un poco más
se enamoró de un hombre.
Se casará el 30 de noviembre.
Seré testigo de su boda y
madrina de alguno de sus hijos.
Eugenia Alicia es el nombre
de mi quinta hermana.
No nacimos de la misma
madre, mucho menos del
mismo padre; nos encontramos.





domingo, 11 de noviembre de 2012

el amor, segunda parte

Es viernes 9 de noviembre.
Estoy contenta. A mediodía
corto el trabajo para ir a Lobos
al cumpleaños de mi sobrina.
Diluvia en Buenos Aires.
Se inundan Saavedra, Coghlan
y Belgrano.
El remís que tengo pedido no
puede venir a buscarme
(la señorita me dice que la agencia
está inundada. Odio a la señorita).
Los radiotaxis no atienden.
Ya no soy feliz.
Tengo ganas de matar y
angustia.
Necesito cruzar la capital
inundada en menos de una hora.
Una vez más sufro por no haber
nacido en la era de la
teletransportación.
Mi compañero me hace chistes
(quiere descontracturar
mi mal humor),
le digo que lo odio.
(descargo mi ira con él).
Insiste.
Me dice, conciliador,
si no tengo a nadie que
me pueda venir a buscar.
Me indigno.
Le digo "¡¿quién me va a venir
a buscar al orto del mundo?!".
Dramatizo:
"¡Soy sola!".
Cierro el informe semanal:
"y muchas cosas más pero
si no me voy ahora no voy
a llegar porque el remís no
viene por la lluvia."
(me abstuve de agregar
"quiero llorar".)
Me voy con un portazo
dedicado a los chistes poco-tacto
de mi compañero a quien
sigo odiando.
Salgo a la lluvia con vestido,
sandalias y ninguna campera.
Camino 5 cuadras hasta una
parada de colectivo.
Me pongo una chalina en la
cabeza con ilusión de
impermeable.
Subo al 67.
Fluye.
Belgrano no está inundado.
Fluye.
Atraso la combi una hora.
Fluye.
Medio me tranquilizo y
me siento basura por descargar
mi ira con mi compañero
que es el más bueno del mundo.
Le aviso por mensaje de texto
cómo va todo.
Me contesta buena onda
porque es el más bueno del mundo.
Bajo en el corazón de Recoleta
con veredas de baldosas grandes,
lisas y resbalosas.
Me saco las sandalias.
Camino 5 cuadras en patas,
con juanete en pie ezquierdo,
chalina no impermeable en la cabeza,
sandalias en la mano
y baño de lluvia sobre mí.
Pienso que si lo cuento
no me creen.
Entro a mi casa.
Pongo el disco nuevo de
Seba Ibarra que suena sin parar
desde el miércoles a la noche.
Me quiero transportar al país del
optimismo pero no quiero contar
los pollos antes de nacer.
Me baño.
Canto en la ducha con
Seba Ibarra.
Salgo casi definitivamente
optimista.
Seco la ropa mojada con el
secador de pelo.
Me alisto.
Apago la música hermosa y
vuelvo a salir a la lluvia
(esta vez con piloto).
Un taxi da la vuelta en
Rodríquez Peña cuando estoy
saliendo a la vereda.
Pienso que la suerte se está
poniendo de mi lado.
Llego a Lobos Bus con media
hora de anticipación.
Le escribo a mi compañero las
novedades y los perdones en
tono de chiste.
Su respuesta me reconfirma
que es el más bueno del mundo.
No quiero ponerme del todo
feliz; pienso en mil imprevistos
posibles para evitar instalarme
en la comodidad del optimismo.
Leo.
Termino Dulce compañía
de Laura Restrepo y empiezo
Los días de la noche
de Silvina Ocampo.
No quiero respirar fuerte
para no atraer calamidades.
Llego. Mi hermano me está
esperando.
Amo a mi hermano.
Llegamos al salón de la fiesta
de mi sobrina.
Sigo aturdida.
Un abrazo enorme de unos
bracitos mínimos me despierta.
Rebobino en mi mente y veo a
mi sobrino de dos años
venir corriendo a abrazarme.
Me abandono.
Me acomodo.
Me relajo.
Me entrego.
Pienso otra vez que
ser tía es más lindo
que el sol.

domingo, 4 de noviembre de 2012

es domingo santo

Es domingo santo.
Arrivo a Buenos Aires
a las 8:03AM.
Espero al remís que no
entendió nada del horario
que le pasé ayer por mensaje
de texto.
Tomo dos cajitas de cindor,
cuestan más pesos que mis
últimos 6 euros.
Me pesan las ojeras
(soy más ojeras que yo).
Me suena el celular.
"Hola soy Luis,
hace media hora que estoy".
Odio a Luis por la
media hora de espera
que me va a cobrar.
Me odio por no tener
compulsión de llamar,
de verificar,
de comprobar.
Dejo que Luis y su flacura
carguen mi valija de 51kg;
lo castigo.
Me entreduermo durante
casi todo el viaje.
Llegamos.
Me arrepiento un poco
de ser mala y le cuento que
España es muy lindo pero
que extraño mi casa.
Le doy un beso con
cara de perdoname,
ya sabés que soy medio
bruja; me sonríe y
se va.
Subo.
Me desnudo y me baño
con los ojos cerrados.
Me meto en la cama
sin ropa; las sábanas
huelen a suavizante.
Amo a Niní por entender
mi mensaje de texto
y cambiarme las sábanas.
Sueño con olor a mariscos,
grúas amarillas entre picos
inconclusos de la
Sagrada Familia
y ruido a señoritas de
estaciones de tren que
dan avisos por altavoz
en catalán.
Me levanto.
Me pongo ropa de verano
que me tape las
piernas sin depilar.
Salgo.
Camino cinco cuadras en
pendiente por Rodríguez Peña.
Respiro Buenos Aires.
Lleno mis pulmones del
smog de Buenos Aires
y del olor a café expreso
del bar porteño que no
combina con el barrio
paquetón adonde vivo
y es como un grano insolente
y precioso
entre dos locales de ropa
importada de señoras.
Entro al supermercado.
Mientras pago
decido ir al cine a
ver una de Jorge Drexler
y Valeria Bertuccelli
que acaba de estrenar.
Me siento en la sala
(somos cuatro más y yo).
Es domingo santo.
Soy feliz.
Estoy en casa.


martes, 30 de octubre de 2012

Olga Amanda Lucía

Olga Amanda Lucía
era el nombre de mi abuela,
pero los nietos le decíamos mama.

Era alta, siempre con zapatos de señora, marrones o negros.
Tenía los ojos celestes como cada uno de sus tres hermanos.
En invierno se vestía con polleras, blusas y saquitos.
En verano con una única prenda cómoda y fresca: la bata.
Cuando salía, en lugar de cartera,
usaba un sobre debajo de la axila para llevar la plata
y una bolsa de red con manijas de plástico para los mandados.

No se reía casi nunca,
ni aunque estuviera contenta.
Su cara estaba siempre seria o fruncida de labios.
A veces daba miedo.
Yo creo que no quería aflojarse
porque extrañaba mucho a uno de sus hijos que vivía lejos.

Me daba leche chocolatada con bombilla de mate.
Me ayudaba a ponerme el guardapolvo de jardín.
Me llevaba, a veces también me iba a buscar.
Cuando empecé la primaria se mudó a vivir a mi casa.
Cada mañana íbamos a la panadería de Pancho
a comprar 3 facturas para el colegio:
yo siempre elegía 2 tortitas negras y 1 pan de leche.
Cuando me encapriché por cambiarme de
grupo de catecismo, organizó partidos de canasta
en la casa de su cuñada, a la vuelta de la parroquia,
para que yo no tuviera que volver sola de noche.
Entonces me esperaba entre cartas de pocker,
té y masas finas, y volvíamos juntas.

Decía que lavar mi cabeza era más difícil
que lavar una frazada,
sin embargo le gustaba cepillarme el pelo
antes de dormir.

Miraba todos las ediciones del noticiero
(ella le decía informativo),
Grandes valores del tango,
La botica del ángel,
Hola Susana,
Domingos para la juventud
y algunas novelas
(yo la acompañaba con Susana y las novelas).
Mientras tanto tejía.
A veces venía su mejor amiga a tejer con ella,
otras una vecina para que le corrigiera el tejido.

Dormía siestas en el sillón del living
tal como hacen hoy sus dos hijos mayores.
Cada noche se acostaba con una radio vieja
debajo de la almohada,
tal como hace hoy su nieto número cuatro.
Se perdía por la crema chantilly,
comía de a cucharadas directo del bowl,
tal como hace hoy su bisnieta número uno.

Fue maestra y directora,
primero en el campo y después en la ciudad.
Odiaba el peronismo porque la obligaron
a afiliarse al partido para poder trabajar.
Odiaba las cosas injustas, por eso cortaba
el teléfono cuando llamaba mi papá
(había desarrollado una extraña velocidad
para atender el teléfono primero que nadie).
Odiaba la violencia, por eso le exigió a mi mamá
que no me deje ver La noche de los lápices.

Se teñía el pelo.
Un día se enfermó y le dejó de crecer,
hasta que le empezó a crecer de nuevo,
mucho y hermoso,
de color gris casi blanco.
Entonces dejó de teñirse.
También dejó de correr al teléfono cada vez que sonaba,
y de cocinar las papas fritas gordas
con cáscara crocante y blanditas por dentro
que eran las más ricas del mundo,
y desde su trono matriarcal
pedía un vasito de agua fresca para tomar el remedio
que mi hermana o yo le dábamos en un
vaso color ámbar marca pírex.

Me enojé.
Me enojé con ella y con el mundo.
Me enojé porque ya no podía ocuparse de mí.

Un 12 de marzo de 1989 me despertó mi mamá
y yo ya sabía lo que me iba a decir,
y me vestí con una shumper de jean celeste prelavado,
y una camisa rosa clarito con cuello blanco,
y un saquito de lana tejido a mano
color lila jaspeadita con otros colores
pero predominantemente lila,
y medias blancas,
y zapatos de colegio,
y fui a despedirla.

lunes, 29 de octubre de 2012

cuando pienso en no te quiero más

Cuando pienso en no te quiero más
huelo a pasto recién cortado en la Plaza Tucumán
después de chaparrones.

Cuando pienso en no te quiero más
aprieto un botón:
el botón de caída libre.
A veces caigo para arriba
y subo más alto que la atmósfera
y cruzo todas las variaciones de color
y de sonido
y de faunas terrestres.
A veces me impulso tan fuerte
que llego al medio del espacio y veo negro
-o sin colores-
y escucho zumbidos
como de conversaciones de murciélagos mudos.
Entonces empiezo a caer para abajo.

Cuando pienso en no te quiero más
me alivio tanto que me duele
y siento carreras de aire desorientado
adentro de mi cuerpo.

Cuando pienso en no te quiero más
se me duermen los pies y no puedo sentir el piso
-levito-.
El peso específico de mi cuerpo se desgrana
y una célula melancólica corre a guardarse
en la cajita de un CD que te presté.
No sé si estoy parada en el parquet de mi cuarto
o en la goma mugrienta del ascensor
o en las baldosas acanaladas de la vereda de tu casa.
Pienso también en el ruido a rueditas de valija
sobre veredas de baldosas acanaladas.

Cuando pienso en no te quiero más
escucho mil músicas que nunca escuché.
Escucho con las uñas
y el ombligo
y la rugosidad callosa de los codos
y la pelusa rubia de mi cuello
y la sien izquierda
y el pelo.
Escucho
-incluso-
con la memoria de las canas que me arranqué.

Cuando pienso en no te quiero más
huelo a mandarinas exprimidas
en mi exprimidor eléctrico desenchufado,
y a tostadas de pan blanco con gas de estufa
en la casa de mi abuela,
y a nesquick helado batido en minipimer,
y a una galletita crackers
con gusto a telgopor de la dieta de tu mamá
que me diste un domingo a la mañana
y yo te dije que no, que mejor el bonobón,
que me gusta comer poquito pero rico.
Pienso también que voy a extrañar tu cama grande
aunque conozca diez camas grandes más
(o treinta)
(o cien).

Cuando pienso en no te quiero más
me ahogo de exceso de aire.

Cuando pienso en no te quiero más
soy media yo.

Cuando pienso en no te quiero más
soy un millón de yo.



Luciana Cáncer
29 de octubre de 2012.

jueves, 25 de octubre de 2012

quiero que gustes de mí

Quiero que gustes de mí.

Quiero que gustes de mí
como gustás de la película de Jim Morrison,
o de las berenjenas en vinagre de tu ex,
o del libro gordo de tapa dura que te regalé,
o del partido de básquet que grabaste en VHS,
o de mi remera rayada de dormir.

Quiero que gustes de mí
como gustás del poema de ese autor que no me acuerdo el nombre
pero vos sí,
o del muñequito de He-Man del segundo estante de tu repisa,
o de caminar por la calle del costado de la vía pisando hormigueros,
o de las gomitas Mogul violeta,
o de mi bombacha de algodón gastado con pintitas rojas.

Quiero que gustes de mí
como gustás de bailar Groove Armada con anteojos flúo,
o de ese equipo de la liga española que no sé cuál es,
o de una canción de The Magnetic Fields,
o de la sopa de verduras sin batata,
o de mi perfume característico.

Quiero que gustes de mí
como gustás de Venecia,
o del té de hongos,
o del perro bulldog de tu hermanito,
o de la tapa del disco Vedette,
o del gusto a anginas de mi boca.

Quiero que gustes de mí
siempre,
de miércoles a martes
y de agosto a julio,
tanto,
igual de tanto,
como yo gusto de vos.

martes, 23 de octubre de 2012

no me regales flores


No me regales flores,
me da pena que se marchiten.
No me traigas chocolates,
no los voy a comer,
se los voy a regalar a mi hermano,
o a mi sobrina,
o a la hija del encargado de mi edificio.
No me invites a cenar,
no me gusta tanto comer,
te vas a poner incómodo.
No pidas permiso para besarme,
ni para tocarme,
nunca voy a ser yo la que empiece.
Mirame,
mirame fijo de lejos,
clavame los ojos,
caminá hacia mí sin dejar de mirarme.
Llevame a tomar cerveza roja,
no te asustes si tomo 3 pintas,
pero no me dejes tomar más de 3.
Entre la segunda y la tercera,
si querés,
dame un beso,
pero que sea robado,
así,
que casi no me de cuenta,
que me sorprenda un poquito,
pero no tanto
-vos vas a saber cómo-.
Invitame a un recital chiquito,
de 6 ó 7 temas,
con sillones,
cerquita de los músicos.
Entre la tercera y cuarta canción
- o antes-,
acariciame la pierna,
una sola,
la que te quede más cómoda,
o la que te guste más.
Invitame a subir a mi casa,
poné música
- elegila vos-,
recorré la pila de discos,
desparramala,
a mí también desparramame.
Quedate a dormir conmigo,
y si te gusta,
y alguna vez querés volver,
no se te ocurra
- bajo ningún punto de vista-,
dejar de abrazarme.