sábado, 9 de noviembre de 2013

Anastasia cumple nueve años

Anastasia cumple nueve años.
Ahora podría decir muchas cosas genéricas sobre cuánto me cambió la vida ser tía de la primera hija de mi hermana mujer. Pero no lo voy a decir. Eso ya lo dije muchas veces. Voy a decir que esa persona de nueve años es la representación más tangible de mi capacidad de amar. De amar y de brindar. Siempre me costó compartirme. Guardarme en mis lugares, a veces seguros, a veces no, es una atracción enorme. Desconectar, irme para adentro, bloquear, son algunas de las acciones que mejor describen esa parte de mí.
Hasta Anastasia. 
Podría seguir hablando de estas cosas cursis, pero me enseñaron que contar es mejor que explicar.


(0 ; 2004) La vida no se trata de objetividad

Rápido, por favor, a Corrientes y Riobamba, tengo que alcanzar una combi. Yo llevaba una bañadera rosa en una bolsa gigante de Carrefour, y todavía no había aprendido que andar a las corridas es muy perjudicial para la salud. El taxista no hizo mucho esfuerzo por apurarse, Buenos Aires y noviembre no se llevan bien con el tránsito fluido. Llegué a la parada cinco minutos tarde. Tuve que correr. Hacer señas. Demostrar agilidad. Algo que no me sale bien en general, y mucho menos con tacos de diez centímetros y un apéndice en forma de bañadera. Llegué al sanatorio con la lengua afuera, como si la hora y media de viaje, sentada y semidormida, no hubieran podido desarmar el efecto de la corrida. Mi hermana nunca se enteró de mi visita, los dolores de entuerto la mantenían fuera del mundo. Pero se sorprendió mucho, cuando, al día siguiente, una bañadera rosa descansaba en la cabecera del acompañante. Entonces me concentré en Anastasia. La vi perfecta, hermosa, la bebé más linda del universo y más allá. Las fotos de ese día (la piel roja, la carita hinchada, el pelo pegoteado), vistas con apenas algunas semanas de distancia, me harían entender que el amor deforma la percepción. Los bebés, en su primer día de vida, nunca, son tan lindos como creemos verlos. Pero la vida no se trata, no se trata en absoluto, de objetividad. Solté un llanto, primero tímido, después liberador, cuando vi a mi sobrina por primera vez. Soy llorona, sí, pero esas lágrimas fueron de verdad.


(2 ; 2006) ¿Qué es la primavera Talú?

Era domingo a la noche. Yo estaba triste. No quería volver a Buenos Aires. ¿Volvés el viernes?, preguntó mamá. No sé, le dije sin ganas. ¿A qué te vas a quedar? Venite a Lobos a disfrutar la primavera. Mi estado de ánimo no era permeable a ciclos estacionales, los únicos ciclos que conocía eran de tipo emocional. Estaba sentada en el sillón, frente al televisor, acurrucándome con Anastasia. Lo bueno de los nenes chiquitos es la manipulación física que nos permiten hacer con ellos. Los abrazamos, los matamos a besos, les hacemos cosquillas y absorbemos su calorcito. Cuando la bajé para pararme, disparó: ¿Qué es la primavera Talú? Mientras yo trataba de articular una explicación accesible para una nena de dos años, buceando en mi cerebro atolondrado de pensamientos depresivos, repitió la pregunta unas cuatro o cinco veces: ¿Qué es la primavera Talú? Bueno, la primavera es un momento del año, cuando los árboles empiezan a ponerse verdes, nacen las flores y se acerca el calor. ¿Qué es la primavera Talú? Repetí la respuesta. ¿Qué es la primavera Talú? Repetí otra vez. ¿Qué es la primavera Talú? Entonces decidí contraatacar: No sé, ¿qué es? Bueno, es un momento del año con hojas verdes, colores y pajaritos. Muy bien, la primavera es eso, le contesté. Entonces, me puse contenta.


(5 ; 2009) Yo te escucharé, con todo el silencio del planeta

¿Qué te pasa? Nada. Dale, decime, ¿qué te pasa?, ¿estás enojada conmigo? No me pasa nada, no me preguntes más, Talú. Bueno, si querés ponemos videos en la compu, la canción del violín que nos gusta tanto, ¿te parece? Sí, me parece. El video de Café Tacvba avanzaba, y yo no conseguía sacarle nada a Anastasia. ¿Querés que te cuente un cuento basado en una historia real?, se me ocurrió intentar. ¡Si!, me dijo, contenta, por primera vez en el día. Le conté que cuando yo era chiquita como ella, la vida se me había llenado de bebés. De golpe, dejé de ser la más chiquita de la casa: un hermano y dos primos en menos de dos años. Ella me miró con pena, compadeciéndome de la nena que yo había sido. Yo seguí. Me puse celosa, muy celosa, porque no me daban tanta bola como antes, lo que pasa es que los bebés no pueden hacer nada solos…, le expliqué. Ella escuchaba, con todo el silencio del planeta, y miraba mis ojos, como si fueran los últimos de este país. Sufría. Retorcía las manos. Se mordía los labios. Entonces no aguantó más y vomitó: Talú yo tengo miedo de que todos quieran al bebé más que a mí. 


(8 ; 2013) Todos sabemos que Nacho no va a ganar

Mis amigos llegaron a Lobos cerca de la una. Fuimos a la casa de mi hermana porque la mía estaba invadida por albañiles y pintores. Después de los ravioles, Anastasia quiso dibujar. Durante la sobremesa parlanchina y desordenada, escribió, ilustró y encuadernó un cuento protagonizado por un gato. Quedamos maravillados. El libro era hermoso. Todos queríamos tener la creatividad así de fresca y la capacidad de acción así de veloz. Entonces, mis amigos, pidieron hojas para dibujar. Salimos al patio. Nos sentamos en círculo, alrededor de la mesa forrada de pedacitos de mosaicos rotos. Marina le sacó punta a todos los lápices y armó una escultura con los restos. Maro, Natu, Majo y Nacho, armaron una competencia espontánea de dibujo de mariposas. Ganaba la mariposa más linda. Anastasia se autoproclamó juez. Y Yo saqué fotos. El ácido de la competencia corroía los ánimos. Cuando Maro desplegó una mariposa de perfil, que parecía, iba a salir volando de la hoja, los otros tres se desesperaron y trataron de sobornar a Anastasia con propuestas descabelladas. Ella, inmutable, oronda en su lugar de poder, caminaba en círculo alrededor de la mesa. Los genes de la abuela Inspectora y de la bisabuela Directora, corrieron, contentos, por el ADN de Anastasia. Al pasar por al lado de Nacho no se pudo controlar: Todos sabemos que Nacho no va a ganar, sentenció. Cuando se fueron, juntó los dibujos, los apiló y los guardó. Después me preguntó: ¿Vos pensás que podré volver a ver a tus amigos algún día?  Y yo, yo le dije que sí, que muchas veces, que eso, recién empezaba.

(9 ; 2013) Sólo voy a decir feliz cumpleaños mi amorcita. Lo demás se empieza a escribir hoy.

Luciana.



jueves, 7 de noviembre de 2013

Soldaditos en el borde de la chimenea

Hoy me llamó Manuel. Me dijo: ¿Te acordás cuando juntamos nuestros ahorros para comprar un Billiken que venía con el poster de Johny Tolengo? Yo no me acordaba. Me puse contenta por dos cosas: porque había sido buena con mi hermano, y porque, por suerte, mi memoria no domina todos los espacios del pasado. Saber que hice cosas buenas que no recuerdo, me da esperanza. Tengo la costumbre de dibujarme una infancia infeliz y egoísta. Me acuerdo, sí, de todas las mitades de alfajor que le comí a Anita, aprovechándome de esa cosa de hermana mayor que le hacía cederme algunos espacios. Me acuerdo, también, de los berrinches que me hacían romper las casitas de rasty que construía mi amigo Elio, solamente porque eran más lindas que las mías, y eso, esa conciencia temprana de que el otro era más talentoso que yo, me resultaba insoportable, y me brotaba la envidia, una envidia tremenda, que me llevaba a arruinar el juego. Pero con Manuel fui buena.

No me animé a preguntarle detalles del poster de Johny Tolengo. No acordarme de esa acción, juntos, me dio culpa. Entonces traté de hacer memoria: el tapado de piel sobre los hombros, el pasito, saltando, a un lado y al otro, la canción: ¡Johny Johny Johny Tolengo! ¡Johny Johny Johny Tolengo! Los domingos. Mingo y Aníbal contra los fantasmas. Esas películas mirábamos, Manuel y yo, en la cama de mamá, los domingos a la tarde. Y no parábamos de reírnos en la parte que Aníbal (o Mingo, no me acuerdo bien) se resbalaba cuando pisaba unas bolas de fraile rellenas con dulce de leche, a oscuras, en el jardín.

Como yo seguía sin acordarme del poster, siguió con la vez que cedí mi regalo del día del niño para que mamá le comprara dos bolsas de soldaditos en vez de una, y pudiera aumentar sus regimientos y armar una guerra más grande. ¿De eso tampoco te acordás?, me dijo. Entonces, de eso, sí me acordé. A mí me gustaba jugar a los soldaditos con Manuel, y, como soy compulsiva, intensa y obsesiva, cambié tener un regalo de nena por más soldaditos para él. Pasábamos muchas horas armando escenarios de guerra. El mejor era en el canasto de la leña; algunos muñequitos, incluso, iban a parar al bordecito de la chimenea, hasta que sentíamos olor a plástico quemado y los mandábamos a un cementerio imaginario, medio derretidos, medio mutilados. Creo que empecé a jugar a los soldaditos con Manuel cuando Anita se aburrió de jugar conmigo a las Barbies. Tuvo una mejor amiga para inventar otros juegos. Me sentí excluida, como me gusta sentirme la mayor parte del tiempo. La exclusión es el sentimiento que mejor me sale. La exclusión y la falta de amor; soy muy dada a dramatizar. Anita y su mejor amiga tenían un cuaderno donde escribían guiones de teatro que, algunas noches, representaba para mí en la pieza de mamá. Igual no me alcanzaba. Por eso me enojaba y me hacía la dormida, o le decía que tenía que ir al baño, cada diez minutos, con el único fin de interrumpirla. Anita también me abandonaba en los partidos de Chin-Chón, porque se aburría de mi prolijidad y de que hiciera tantos menos diez, de que quisiera ser, siempre, perfecta. Yo, en el Chin-Chón, era imbatible. Mi hermana nunca quiso ser así, perfecta, ni ganar a todo, por eso nunca le rompió las casitas de rasty a Elio.

Compramos el Billiken en el kiosco de Haroldo, insistió Manuel, no puedo creer que no te acuerdes. El kiosco de Haroldo estaba en la cuadra de casa, casi llegando a la otra esquina. Era una feria americana, antes de que estuvieran de moda las ferias americanas. Tenía de todo. Pero lo mejor eran las paletas de caramelo con gusto a pico dulce y la pared forrada de latas de galletitas, esas que venían con un ojo de buey por donde se podía ver el contenido, muchas veces triturado por el manoseo de las manos gordas de Haroldo. Las bolsas de soldaditos también eran parte del mostrador ecléctico del kiosco. Eso y la figura de Croto, el dueño del caserón de enfrente de casa, viejo, flaco y vestido siempre de gris o de negro. Croto caminaba todas las mañanas de punta a punta por la cuadra. Iba y venía. Mi abuela decía: Ya está Croto haciendo la pasadita. A la tarde se plantaba en el kiosco, creo que para rascar algo de cariño en forma de comida casera de la mujer de Haroldo, que siempre fue muy cuidadosa de la caridad cristiana. Pero cuando Croto apareció muerto en su caserón, ahogado de gas y mordido por ratones, apestando a descuido, a abandono, la gente de la cuadra sospechó de Haroldo. Sobre todo desde que se corrió el rumor de que era beneficiario, o heredero, o algo así, de los bienes maltratados de Croto. Lo único que lamenté de todo eso, fue que Manuel y yo nos quedamos sin kiosco. Es decir: sin el ritual de ir al kiosco de Haroldo a elegir paletas de caramelo, galletitas manoseadas, algún Billiken y las bolsas de soldaditos.

Vos elegías las mejores bolsas, dijo Manuel, resignado porque, aunque hiciera fuerza, mi memoria no tenía rastro del Billiken, agarrado del juego que más veces compartimos. No entiendo, hoy, esa fascinación que tuve con los soldaditos y con la guerra. Mi hermano nació en el ’81, así que Malvinas había pasado por lo menos tres o cuatro años antes de aquel día del niño. Cuando pienso en Malvinas me viene una sensación, un clima, pero no mucho más, excepto dos cosas: las pulseritas y la nota del cuaderno. Las pulseritas eran decenas de rosario que fabricamos con crucesitas de madera balsa y bolitas celestes y blancas, bien argentinas, bien nacionales. Las llevamos a la parroquia con la ilusión de que les llegaran a los soldados, junto con barras de chocolate negro y algunas otras cosas que no sabría especificar. La nota es la fotocopia que la Señorita Mercedes nos hizo pegar en la última hoja del cuaderno. Decía cosas sobre cómo reaccionar ante posibles bombardeos. Esa palabra, bombardeos, fue la única que se guardó mi memoria dramática. Una noche, un ruido de la calle me hizo pensar, y sentir, de una forma muy precisa, con un galope de latidos que parecían salírseme del cuerpo, que un avión inglés estaba tirando bombas sobre Lobos. Pero mi abuela, sentada al lado mío, subió el volumen de Grandes Valores del Tango y la voz de Guillermito Fernández tapó cualquier posible ruido, y yo cambié mi drama por los ojos cristalinos de Guillermito.

Hace poco leí Los Pichiciegos. Entonces tomé contacto con otra forma de soldados y con otra forma de guerra. La forma que Fogwill decidió fabricar. ¿Habrán existido los pichis? No sé. No me alcanza la curiosidad para investigar, ni siquiera para googlear, si en Malvinas pasó algo parecido a lo que escribió Fogwill, según él mismo dijo, en una sola noche. Seguro que sí, pero no tengo ganas de confirmarlo. No me gusta contaminar las historias con datos de la realidad, siento que se deslucen. Me basta con poder pensar en la posibilidad de que hayan existido esos soldados que aguantaban la guerra adentro de un pozo. Las películas que vi acerca de muchas guerras, incluso otros libros que leí, acerca, tal vez, de las mismas guerras, no me sirvieron para dimensionar el fenómeno más allá de palabras demasiado abstractas, como, por ejemplo, atrocidad, degradación, y así. Los pichis la pasaban mal, y se degradaban, y vivían situaciones bastante atroces, pero también bastante concretas. El despliegue de detalles en esas voces que se vuelven tan familiares, me hizo sentir muy cerca de ellos mientras leía, aunque no estuvieran haciendo la guerra como yo suponía que los soldados hacían la guerra, ni tirando bombas, aunque fueran unos tremendos desertores, desertores y transas. Yo, si tuviera que estar en esa situación de guerra, sin dudarlo, elegiría meterme adentro del pozo a aguantar, a dejar que pase, a observar. 

Comprábamos soldaditos nuevos para reponer los que quemábamos en la chimenea, no era muy bueno nuestro negocio, se rió mi hermano antes de cortar. Yo también me reí. Después pensé en esos soldaditos, achicharrados en el borde de la chimenea, muertos de asfixia por una calefacción mal oxigenada, igual que Croto, igual que los pichis de Fogwill.


Luciana.