jueves, 31 de octubre de 2013

Un día de felicidad

Mamá no quería dejar a mi abuelo. No le importaba nadie más; ni Anita, ni papá, nadie. 

Su médico le decía que durmiera más, que saliera a caminar, que diera, aunque sea, media vuelta al parque; pero ella se quedaba pegada a la cama del padre, mientras los tobillos se le inflaban de líquidos cada vez más densos. Dicen que la densidad de los fluidos encerrados en el cuerpo, es directamente proporcional a la falta de movimiento, por eso ella se hinchaba todos los días un poquito más, aunque comiera cada vez un poquito menos; por eso y porque estaba embarazada. 

Papá tuvo que comprarle zapatos nuevos, número 40, porque los 39 le hacían doler los empeines, y porque ella había perdido el interés, también, por comprarse zapatos.

Pero una mañana la engañó, y obligó a todos a que le siguieran el engaño. Mi abuela fue la primera en seguirlo, más para ocupar su legítimo lugar al lado del marido enfermo, que para contribuir con las intenciones nobles de papá. 

Le dijo que tenían que viajar a Buenos Aires a llevarle los estudios de mi abuelo a otro doctor. La palabra eminencia fue crucial, el botón que la disparó de la silla al Falcon rojo, la urgencia camuflada de esperanza de curar lo incurable.

Entonces, pienso, tal vez haya pasado esto: mamá salió de la habitación oscura con olor a químicos y a cuerpo humano corriendo la última carrera hacia la descomposición, arrastró los zapatos número 40 por el pasillo de baldosas amarillas, chancleteó más de la mitad del trayecto, porque le pesaban las piernas y porque le gustaba el ruido del talón cortando la textura acanalada de las baldosas amarillas, respiró el aire frío de junio endulzado con olor a tortitas negras de la panadería de León y, por primera vez en tres o cuatro meses, sintió alivio, gambeteó la culpa. ¿Culpa de qué? Objetivamente: culpa de nada. Subjetivamente: culpa de todo. De dejar al padre enfermo, porque quizá se muere justo cuando ella no está, porque quizá no lo ve más, porque tal vez se relaja y siente la panza de seis meses y las patadas y el corazón, mientras el padre se muere, justo cuando ella se relaja y genera vida. La culpa funciona así, como bola de nieve, con ritmo exponencial, que quiere decir que crece, siempre, proporcionalmente un poquito más, y dibuja parábolas en vez de rectas. 

Papá quería llevarla a Buenos Aires como cuando eran novios, cuando salían a cenar a restoranes caros y ella se ponía unos zapatos de taco alto que guardó durante demasiados años en una caja de felpita rosa y letras doradas que decían Pigalle. Como la calle de París, cerca del Sacre Coeur, esa que cuando viajé hace tres años y vi Rue de Pigalle mientras buscaba la casa de música para comprarle una guitarra a Agustín, me hizo acordar de los zapatos de mamá, de punta redondeada y pulserita en el tobillo, atesorados en el último rincón del ropero, hasta que un día los metió, con casi nada de criterio, en una bolsa de caridad.

Llegaron temprano, cuando la mezcla de olores de café y garrapiñada todavía flotaba en el aire y penetraba en las narices frías, de esa manera particular que le hace saber al que viene de afuera, que está en el centro de Buenos Aires. A papá le gustaba ese olor, mamá me contó, y yo aprendí a que me guste, tal vez, para identificarme con algo que sabía, le pertenecía a él. Papá no tuvo que aclarar por qué, en vez de correr a una calle cercana a la Facultad de Medicina, como Paraguay, Junín, o Córdoba, a ver a la eminencia en cosas como trombosis y aneurismas, fueron al Rosedal. Mamá, tal vez prendida del alivio que me gusta imaginar que sentía, pidió una manzana asada con caramelo y buscó un banco lindo para que pudieran sentarse, a pesar del frío, a mirar las rosas amarillas. Son sus preferidas, tal vez a partir de ese día, creo que antes nunca se había detenido a mirar un cantero de rosas. Mi abuela no le había enseñado el amor por las plantas ni por los animales, pero yo la vi pararse muchas veces en una casa de la calle Salgado, y perder los ojos en un rosal explotado de flores amarillas. Y en el cuaderno que encontré una vez en su cajón, había un pimpollo reseco marcando una página; sólo leí el encabezado: 17 de junio de 1974: José me llevó a Buenos Aires.

Después fueron a almorzar a un carrito de la Costanera, carritos se le decían a los restoranes, aunque estaba lleno, además, de puestitos de choripán. Mamá comió como debe comer una mujer embarazada por primera vez en muchos días, sonrió algunas veces y extrañó a Anita, a mi abuelo no, a él se permitió no extrañarlo. También evitó pensar en las ausencias largas de papá, en los remates de hacienda en Las Marianas que lo tenían fuera de casa de lunes a viernes y a Anita balbuceando en su lenguaje de dos años: ¿cuándo viene papá? 

Después de almorzar buscaron a mi tía en la Facultad de Exactas. Ella abrió muy grandes los ojos cuando vio el Falcon de papá estacionado en la puerta, asustada, pensando en la peor noticia. Pero mamá enseguida hizo ese gesto tan suyo, el de cuando intenta despreocupar sin hablar, y movió levemente la cabeza revoleando los ojos y el pelo negro tan lacio que tiene, que parece adicto a la gravedad de tan perpendicular que se le pone al piso cuando le cae por los hombros. Entonces mi tía sonrió y se subió al auto, contenta, como cada vez que mamá y papá la llevaban a pasear. 

Mi tía adoraba a papá, tal vez porque tenía esa cosa de hombre aventurero, o usaba trajes ceñidos al cuerpo, como de dandy. Una vez, cuando ella tenía 16 y mamá 28, papá convenció a mamá de maquillarla para que pudieran entrar los tres al casino de Mar del Plata. Eso siempre lo cuenta mamá, mi tía no. Mi tía se enojó tanto con papá que dejó de hablarle y se escapó de uno de mis cumpleaños para no tener que mirarlo con cara de odio. Mi tía y mi abuela nunca perdonaron a papá, mamá sí.

Ese día no fueron a un casino, fueron a pasear por Florida y compraron dos pares de guantes de cuero en Harrod’s, uno para mi abuela, que nunca usó pero agradeció con su mueca de labio fruncido, y otro para mi tía, que yo rescaté de una de las bolsas de otro ataque de caridad de mamá.

Salieron a la ruta cuando todavía era de día y llegaron a casa de noche. 

Mi abuela los esperaba sentada en el paredoncito del frente, envuelta en el poncho de lana de vicuña marrón clarito de mi abuelo que ella usó todos los inviernos, a partir de ese día, para extrañarlo menos. 

Mamá bajó del auto. La imagino así: la cara coloreada por el recreo del viaje, por el alivio de un día lejos de la escena que más le dolía, sus manos sobre la panza, acariciándome, pidiéndome que absorbiera ese día de felicidad.


Luciana.

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