domingo, 28 de agosto de 2011

¿cuánto miden tus piernas?

Pasó en una mañana de domingo, o mejor, fin de sábado trasnochado. Por cómo iban vestidos parecía ser verano; ella, de pantalón blanco tipo pescador, remera apretada rosa chicle y sandalias altísimas; él, bermudas, remera rayada de mangas cortas y zapatillas. Salieron de aquel antro con un vaso de plástico cada uno, ojos vidriosos y ese andar mareado por los tragos y urgente de deseo. Se miraron de reojo, sonrieron, él la tomó por la cintura y la besó, fue un beso robado, furtivo, cargado de impaciencia. Ella recostó su cuerpo delgado sobre el de él, visiblemente más alto y grande, tiró el vaso a la calle y se quedó quieta, con la cabeza apoyada en el hueco de su cuello.

Subieron a un auto grande, tamaño familiar. Él tomó la calle que llevaba a la salida del pueblo y, luego de pocos minutos, estacionó en un lugar descampado, un claro abierto que usaba para estar con chicas en su auto.

Se besaron largamente, juguetearon con sus lenguas, se desnudaron, se olfatearon, se rieron, se acariciaron. Para sorpresa de él, ella era frágil y tímida, ávida de mimos, mimos eternos. Él la tenía abrazada con su brazo izquierdo, y al tiempo que la besaba recorría una y otra vez la pierna de ella de punta a punta. Era como si esas piernas larguísimas hubiesen operado algún tipo de hechizo sobre su mano libre, que se antojaba presa, imantada por esa piel blanquísima. Ella se dejó tocar, se dejó hacer, como ensoñada, como borracha, pero no de alcohol, sino de besos.

Después del espasmo, él la miró con ojos serios y le preguntó: ¿cuánto miden tus piernas?


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