domingo, 11 de diciembre de 2011

mi vecino francés

Domingo 6 de septiembre.

Estoy mareada, trasnochada, acelerada y con sueño. No puedo dormir en el viaje porque la cabeza me va a mil, como siempre que trato de condensar la vida en veinticuatro horas de estadía en Lobos: familia, amigos, salidas y amores. No soporto la intensidad. Me transformo en un cúmulo de sensaciones improcesables que desahogo en un mar de alcohol el sábado a la noche. Lobos es un agujero negro y magnético; una cosa honda que me chupa y me expulsa al mismo tiempo. Me muero de ganas de ir y antes de llegar a mi casa pienso a qué carajo vine. Me muero de ganas de volver y antes de tomar la combi la angustia me hace temblar. Lobos me excita, me quiebra, me calma y me vulnera; me vuelve primitiva, me pierde y me encuentra, todo a la vez. Vuelvo en versión despojo de mí.

Siento un poquito de alivio cuando la combi baja de la autopista y entra por Entre Ríos. Buenos Aires es todo lo que Lobos no es. Buenos Aires es indiferente.

Llego a mi casa como a las nueve y media. Dejo la valija en el cuarto y prendo la computadora. Necesito distraerme con páginas web y hablar de boludeces. Me interno en Facebook. Mantengo algunas conversaciones de chat. Esquivo a Marcos, un compañero nuevo de taller que deriva todos los diálogos en sus intenciones obvias pero no directas de tener sexo conmigo. Me hago la viva y desquito con él mis frustraciones amorosas del sábado a la noche. Trato de escribir algo con palabras que empiecen con “a”. El ejercicio de taller habilita cualquier inicial, pero todos mis intentos van a parar a la “a”. Transformo en poema algo que empezó como una frase larga; me gusta. Sin evaluar cuánto de delator puede tener lo que escribí, decido subirlo a mi perfil. Definitivamente no dice nada nuevo. Definitivamente soy una sincericida serial.


Lunes 7 de septiembre.

Apenas pasada la una me voy a la cama, no digo a dormir porque sé que voy a tardar horas en dormirme. Igual me acuesto. Estoy resignada a dar vueltas adentro de mi cabeza. 

Prendo el equipo de música sin cambiar el CD que estuvo sonando hasta el sábado a la mañana antes de irme. Empieza la travesía a caballo de Gustavo Cerati que no puedo dejar de escuchar desde que me compré el disco, el día que salió a la venta la semana pasada. Tengo eso. Cuando me gusta algo lo escucho hasta gastarlo, no puedo pasar a otro disco. Incluso loopeo las dos o tres canciones que más me gustan de forma realmente exasperante para cualquiera que no sea yo, y el botón de REPEAT se vuelve la estrella del equipo. 

Desde la cama veo cómo se filtra la luz del departamento vecino por la cortina gruesa verde manzana. Me levanto a bajar la persiana y pienso: el francés está en casa. Vuelvo a la cama a esperar la hora de dormir.

Vivo en el 7ºC, el A está vacío y el B es uno de esos departamentos de alquiler temporario para turistas. Pasaron muchos inquilinos desde que estoy. Una americana casi adolescente, rubia y simpática. Un inglés negro, trasnochado y pulcro. Una canadiense con cara de abuela, seria y de pelo blanco. Otros que no llamaron particularmente mi atención y otro que sí: el francés de ahora. Está desde hace un mes y medio, usa sombreros a lo Gardel, tiene como 50 pero aparenta 40, es lindo como todos los hombres que se vuelven más lindos cuando empiezan a tener canas, saluda con inclinaciones de sombrero y parece tranquilo y feliz. Me gusta cruzarlo en el palier o en el hall de entrada. Es la única persona del edificio a la que espero para subir el ascensor, del resto me escondo y me hago la que no escuché el ruido de la puerta. Me incomodan los viajes en ascensor y los temas comunes en un espacio de un metro cuadrado por dos de altura, con un espejo desproporcionadamente grande comparado con el resto de las dimensiones, y una luz blanca que amplifica a la mil todos los gestos. Pero con el francés es distinto, porque no hablamos el mismo idioma y porque mira para abajo y se siente tan incómodo como yo. Entonces se cumple la regla de menos por menos más y las dos incomodidades se transforman en comodidad y dura siete pisos.

Pedro, el encargado, me contó que el francés alquiló este departamento para estar lejos de la mujer, que trabaja en la Embajada de Francia. También que trae tipos -anda con hombres, dijo- y que tiene problemas con los hijos. Pienso en cuánto de cierto tendrán los chusmeríos de Pedro mientras sigo dando vueltas en la cama. Sé que hoy es uno de esos domingos. Sé que el trance recurrente va a llegar. 

Cerca de las cuatro me despierto sobresaltada, transpirada. La escena se repite y es así:

Estoy en la cama queriendo dormir, sin poder dormir.
Estoy en la cama dudando de si duermo o no.
Estoy en la cama semidormida o dormida, y sueño conmigo estando en la cama, queriendo dormirme, sin poder dormir.
En ese semisueño: quiero hablar y no puedo, quiero gritar y no puedo, quiero respirar y tampoco puedo. Escucho ruidos y pasos, empiezo a sentir que alguien entró a mi casa y me va a hacer algo horrible.
Después de un rato que puede ser largo o corto, de sentir que no puedo respirar ni gritar y de sufrir un miedo espantoso, adivino que estoy en ese semisueño recurrente.
Quiero estar ahí sólo para que no sea real. 
Cierro los ojos para no ver más, me concentro y me despierto.
Siempre es igual.
Es un trance que no puedo explicar porque no sé cómo hacerlo. Es como estar viviendo en el medio de dos estados: antes de dormir y dormir del todo. 

Hoy no me despierta la concentración para salir de ahí, me despierta un ruido, algo que puede ser una detonación o un portazo. Siento el alivio de volver a un estado definido otra vez: despierta del todo, y la resignación de volver a estar desvelada. Me levanto. Voy a la computadora pero no hay internet. Vuelvo a la cama a esperar la hora de dormir. Duermo tres horas mal dormidas y suena el despertador. Soy la versión zombi de mí. 

Lo bueno del día y del sol es que deshacen el bolo de pensamientos abstractos de la noche, junto con todas sus ramificaciones todavía más abstractas. Lo bueno del lunes a la mañana es que el único problema atendible es que sea lunes a la mañana. Un lunes largo con la trilogía de la T: Trabajo, Terapia, Taller. 

Trabajo en versión zombi: recibo y contesto mails, evito los llamados telefónicos, sobre todo de mi jefa, y me cuelgo sin retorno en la intersección de filas y columnas de dos o tres planillas de Excel. Rindo el veinte por ciento de lo que llego a rendir los viernes.

En terapia hablo por vez un millón de los desplantes de A., de los ruegos de A., de las llamadas compulsivas de siete a diez del domingo a la mañana de A., de otra chica a la que le dejé de hablar porque me enteré que cogió con A., y de otra serie de eventos relacionados con A. Mi psicóloga sabe más de A. que A. Mi psicóloga me deja hablar y apenas interviene para decirme por vez un millón que me corra del lugar en el que me pone A. Yo no la escucho y le sigo hablando de él.

A las ocho llego a taller y me choco con Tomás que, en persona y de traje, se hace el boludo de las insinuaciones del chat, pero me pone incómoda lo mismo. Mora hace un despliegue de su entusiasmo inagotable y me cuenta con excesivo detalle las novedades acerca de su historia con J., que es histérico y melancólico. Juan lee un texto ingenioso y atrapachicas que me revuelve el estómago y despierta suspiros de las chicas. José llega tarde como siempre y cuenta que le robaron el teléfono otra vez. A José le cuesta tener teléfonos sin que se los roben. Se sienta al lado mío y me codea cada vez que pesca a Tomás mirándome. La profesora nos dice que escribamos dos entrevistas: una a una persona que admiremos mucho, y otra a una que no soportemos, en seguida pienso en Mirtha Legrand. Intento ir por la primera y me doy cuenta de que no sabría qué preguntarle a cualquiera de las personas que admiro, porque sonaría pretenciosa y queriendo parecer inteligente, porque trataría de alejarme del fanatismo y quedaría fría y desinteresada como cuando me gusta alguien y no quiero quedar en evidencia. Pienso que nunca seré capaz de hacer una entrevista con ingenio y naturalidad. Pienso que nunca seré capaz de relacionarme con alguien que me guste, con ingenio o sin él, con naturalidad o sin ella. 

Vuelvo a casa tipo diez. Me acuesto diez y media, desde la cama vuelvo a ver la luz en el departamento del francés. No me levanto a bajar la persiana y me duermo en el acto.


Martes 8 de Septiembre.

Me despierto a las cinco de la mañana con el teléfono. Es otro ataque compulsivo de A. Lo pongo en silencio y no le contesto. En menos de veinte minutos llama 32 veces y escribe 16 mensajes de texto pidiéndome que lo atienda y diciéndome si puede venir a dormir conmigo. No le contesto. Su exceso me paraliza. No sé si mandarlo a la mierda otra vez o preguntarle dónde está y cómo, aunque lo de cómo es bastante obvio. Lo odio y lo amo a la vez. Me odio por no poder reaccionar. Me odio porque lo amo. 

La luz sigue prendida en el departamento del francés. Me levanto a bajar la persiana. Tengo la impresión de que con la persiana levantada y el francés despierto del otro lado, mis miserias sentimentales quedan más expuestas.

Empieza a sonar el teléfono fijo. Pienso qué enfermo está este pibe y lo desconecto. En el fondo me alegra su desesperación por verme. Pienso qué enferma estoy por alegrarme y vuelvo a la cama. No me duermo más. Soy la versión enferma de amor de mí.

Me levanto siete y media. Me baño, me visto, me perfumo y salgo. 

Abajo, Pedro me pregunta si estoy bien porque me ve muy pálida. Le digo que dormí mal pero que estoy bien. Después le sonrío. Sé que se preocupa enserio. Se siente responsable de mí, porque vivo sola y porque tengo mi familia lejos. Es un rol que asumió desde el día que me mudé hace cuatro años y me ayudó a descargar el flete y a subir todo el equipaje sin aceptar propina.

Hoy no puedo verle el lado bueno a que sea de día y a que haya sol. La invasión de A. me ocupa la cabeza y el cuerpo. Tampoco le veo nada bueno a que sea martes. Pienso que los martes el mundo es una mierda.

Trabajo en versión semi-zombi, porque no puedo evitar la parte de los llamados telefónicos, sobre todo de mi jefa. Me voy temprano con la excusa de que tengo que hacer un trámite cerca de casa. 

Llego dos horas antes de lo habitual. Hay un patrullero de policía estacionado en la puerta. Me recibe Pedro con cara de susto. Le pregunto qué pasa con los ojos.

- Luciana, no te asustes. Cuando subas vas a ver movimiento en tu piso. Se mató el francés.
- …
- No sabemos bien cuándo fue, lo encontraron hace una hora.
- …
- ¿Querés que te acompañe?
- No. 
- ¿Estás segura?
- Sí. Me caía bien el francés. No parecía estar por matarse.

Subo los siete pisos en ascensor. Entro a mi departamento sin mirar el revuelo del palier. Pongo ON a la cabalgata musical de Cerati, subo el volumen, me tiro en la cama y me duermo vestida.

Sueño con él. Sueño que es lunes a la madrugada y me toca el timbre. Está despeinado y sin el sombrero, tiene olor a alcohol pero no deja de sonreír, amable y tímido. Me cuenta que está muerto, que se suicidó. Lo miro y le pregunto por qué, le digo que las veces que lo vi no parecía estar por matarse. Me dice que no sabe muy bien, pero que no soportaba más a la mujer, el trabajo en la embajada de la mujer, los hijos y el desprecio de los hijos. No sé qué decirle. Vuelvo a confirmar, esta vez en sueños, que soy pésima para entrevistar, sobre todo a muertos que hablan en francés. Sólo le pregunto si antes de matarse llamó compulsivamente a alguien que no lo atendió. Sonríe pero no contesta. Me enojo con él porque me cuenta todo después de muerto y me deja sin poder hacer nada para ayudarlo. Pienso que igualmente no hubiera sabido qué hacer para ayudarlo pero me enojo lo mismo. Me enojo y me conmuevo, porque ahí, a unos pocos metros, mientras yo me preocupaba por la boludez de un trance entre antes de dormir y dormir del todo, una persona decidía matarse y, lo que es peor, se mataba. 

La palabra suicidio me da vértigo. Vértigo en el sentido de atracción a la caída, no de miedo. Vértigo y también morbo. Seguí con dedicación fanática la muerte suicida del padre de un amigo de mi adolescencia, de la hija del farmacéutico de enfrente de mi casa de Lobos, que se ahorcó en un departamento con el hijo de dos años adelante, de un cocainómano del pueblo que también se ahorcó, a la luz del día y en el Parque Municipal, de Juan Castro y de Alberto Olmedo. Quiero saber qué hay que sentir para reconocer que se está al borde del suicidio. Busco patrones de conducta, historias, relaciones familiares, antecedentes de drogas, características comunes; trato de armar un identikit de la personalidad suicida. Quiero saber si lo planean o si lo deciden de repente y en estado de shock. Quiero saber si estoy adentro o afuera de ese grupo de personas que un día caminan al lado tuyo, se ríen, te besan, te cogen, te llaman 32 veces en menos de veinte minutos, te abrazan y dicen te quiero, y al otro se matan. 


Miércoles 9 de septiembre.

Me despierto a las siete y media, vestida y con la luz prendida. Me levanto, me baño, me visto, me perfumo y salgo.

Pedro está baldeando la vereda.

- Pedro, ¿fue el domingo, no?
- Sí, el domingo.
- ¿Fue un disparo?
- Si, ¿lo escuchaste?
- Si.


Luciana Cáncer.

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