miércoles, 1 de mayo de 2013

Yo, la promiscua

Tengo un amor imposible. Mi psicólogo dijo hace poco que para ser imposible lo disfruto bastante. Yo, que milito en las filas del melodrama, le respondí con cara seria: “Él disfruta de mí, yo sufro”. 

La primera vez que nos vimos en mi departamento de Buenos Aires me recomendó un libro. “Se llama Detectives Salvajes, es de Roberto Bolaño, lo edita Anagrama y te va a encantar” dijo antes de irse. “Además, tendrías que anotarte en un taller literario”, agregó. Hizo dos afirmaciones, ambas con igual determinación, ambas como si me conociera mejor que yo, ambas sin esperar respuesta. 

La única literatura que él conocía de mí era en formato de correo electrónico y en modo descarga emocional. Kilómetros de verborrea desproporcionada, furiosa e incontestable. Si recopilara la serie podría titularla El combo del horror. Para suerte del mundo borré cada carta. “No voy a leer todo eso” me dijo una vez, entonces dejé de escribirle. 

Pero volviendo a las recomendaciones de esa mañana, sólo me ocuparé de la primera. En cuanto tuve a mano una librería compré Los detectives salvajes; una edición de tapa roja con el recuadro típico de la ilustración, donde aparecen tres hombres de negro y sombrero, caminando en una playa de espaldas al mar. Fue el primer libro que leí después de graduada de la facultad; leer literatura sabiendo que tenía que estudiar era irresistible en mi sistema de culpas, entramado en mi cuerpo con efectividad judeocristiana desde mi gestación (o tal vez antes). El horario de lectura empezó siendo de 6 a 7 de la mañana, mientras calentaba agua en tres ollas para bañarme, durante el mes que el gasista se demoró en venir a cambiar un calefón inútil por un termotanque nuevo. 

El libro me secuestró. Tal vez fue el entresueño, o el gas al máximo de tres hornallas exhalando en simultáneo, o el vaho blanco del agua hirviendo, o la fuerza que se hace para encajar el hecho cierto en la presunción. Pudo haber sido la atracción de los poetas malditos de aquel México, o el cuarto de atrás de la casa de las hermanas Font, o la desfachatez de las hermanas Font (de María más que de Angélica), o las piernas largas de Lupe (adolescente, puta y asesina), o los remolinos de arena del desierto de Sonora, o la travesía obstinada de Arturo Belano y Ulises Lima en busca de Cesárea Tinajero (india, olvidada y poeta). Travesía interrumpida por otras andanzas en el lado europeo del mundo. Una recopilación de historias tangentes con nombre propio, coordenada espacial y fecha, todo en negritas y al principio, a modo de título; donde el tiempo viene y va sin lógica, donde el tal Arturo y el tal Ulises entran y salen casi sin cruzarse. Cosechando naranjas en el sur de Francia, trabajando en un camping barcelonés, enamorados en Madrid o en Blanes, viviendo de prestado en un departamento del barrio latino. A veces sin delatar su identidad aunque haciendo ver su paso errante. Siempre construyendo una historia mayor desde muchos afueras y no desde un centro. 

Yo sé, sufro de promiscuidad literaria, pero entonces no lo sabía. Hasta ahí había tenido relaciones monógamas en este orden: Lewis Carroll, Charlotte Brönte, Isabel Allende, Ernesto Sábato, José Saramago, Mario Vargas Llosa, Adolfo Bioy Casares y así. Entonces me dispuse a vivir plenamente mi amor por Bolaño, el último perro romántico. Pero Bolaño es una invitación a leer, a él o a los que él ama (porque ama y odia, no se queda en sensaciones hasta-ahí como gustar o disgustar). Y entre que Anagrama no mandaba más que un título cada tanto, y que a mi nuevo amor lo mató un cáncer bastante temprano (esta vez sí de enfermedad y no de trópico ni de signo ni del apellido que heredé de mi padre), yo no tenía más remedio que aliviar mi voracidad con otros autores. Autores de los que luego también me enamoraba, y acumulaba amores, y estiraba mi cuerpo para hacerle lugar a un amor nuevo, y podía amarlos a todos a la vez sin que el amor por uno corriera de lugar el amor por otro. 

Ahora bien, pasar de la promiscuidad literaria a la promiscuidad sexual fue casi un acto reflejo, reflejo de reflejar, o de proyectar, como nos gusta decir a los que gastamos cantidades obscenas de tiempo y dinero en largos procesos de paja psicoanalítica. Y quise olvidarme de mi amor imposible conociendo uno aquí y otro allá. Y hasta que Anagrama entraba algún título de Bolaño al país, yo alternaba con Bryce Echenique, Clarice o Vila-Matas (también me atreví a mezclarme con Thomas Mann). Y hasta que mi amor imposible aparecía impulsivo y urgente, yo jugaba a tener sexo casual con un chico de rastas que olían a shampú, un arquitecto cool de Palermo, o un DJ dulce y suburbano (nunca me atreví a un alemán con tendencias homoeróticas). 

Pero no funcionó, el espejo reflejó distinto en la escena carnal. Los otros no se convertían en amor. El amor era único, primario y animal; y seguía siendo imposible y rey. Flor de quilombo. Rebrote de culpas. Confusión en el cuerpo. Barro hasta la nariz. ¿Adónde me metiste maldito? ¡Me pasaste lo perro y me licuaste lo romántico! 

Les dije chau a todos, menos a la lectura, el cine y la música. Me puse a consumir con hambre anoréxico (que es desaforado y hondo) todos los libros, todas las películas y todas las canciones. Me metí todo lo que encontré, menos drogas, comida y pijas. Me gané críticas feroces porque “no te puede gustar todo lo que leés, escuchás o ves en la pantalla”, “no me gusta todo mucho, me gustan partes, o ideas, o algo, y a veces me atraviesa, cuando pasa eso es perfecto”. La promiscuidad cultural sí que funcionaba conmigo. 

En cuanto a lo otro, a lo físico y transversal, permanecía en estado de latencia. Hasta que una madrugada de viernes ardió mi teléfono con el mismo impulso y urgencia de antes, o de siempre. Estaba abajo, bajé y le abrí. En el ascensor me dio tres libritos blancos con portada estampada: una rosa, una celeste y otra azul. Eran libros de poemas. El de portada azul lo había escrito él y tenía nombre de revista científica. 

La pregunta que inspiró este texto fue ¿qué libro te cambió la vida? Enseguida vino a mi mente Los detectives salvajes, porque me reconcilió con la lectura y me infundió la avidez. La avidez total: de leer, de escribir, de amar y de coger. Entonces escribí hasta acá y entendí que el libro definitivo había sido otro: finito, blanco y con portada azul. El cambio se operó antes de leerlo. Fue la dedicatoria de dos palabras, una firma y una fecha. Era 5 de junio y no pienso decir nada más. No quieran saber tanto de mí. 



Luciana Cáncer. 

Abril 2013.

2 comentarios:

  1. a ver vos, promiscua, no te me hagas tanto la puta que con esas piernas largas y con medias de can can no te quedan las excusas para contarme-contarnos-a los lectores hechos tuyos, que tus ideas son carnívoras y tus letras son las que parecen usar vestiditos que vos, promiscua, decís que son famélicos y yo te digo que no, no y no. Tus historias son putas ellas por usar el deseo y la exposición como arma que me-nos-contempla y secuestra. Textos de atracción. Identificación. Memoria.

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    1. pánico le declara su amor total a felicitas plos.

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