martes, 30 de octubre de 2012

Olga Amanda Lucía

Olga Amanda Lucía
era el nombre de mi abuela,
pero los nietos le decíamos mama.

Era alta, siempre con zapatos de señora, marrones o negros.
Tenía los ojos celestes como cada uno de sus tres hermanos.
En invierno se vestía con polleras, blusas y saquitos.
En verano con una única prenda cómoda y fresca: la bata.
Cuando salía, en lugar de cartera,
usaba un sobre debajo de la axila para llevar la plata
y una bolsa de red con manijas de plástico para los mandados.

No se reía casi nunca,
ni aunque estuviera contenta.
Su cara estaba siempre seria o fruncida de labios.
A veces daba miedo.
Yo creo que no quería aflojarse
porque extrañaba mucho a uno de sus hijos que vivía lejos.

Me daba leche chocolatada con bombilla de mate.
Me ayudaba a ponerme el guardapolvo de jardín.
Me llevaba, a veces también me iba a buscar.
Cuando empecé la primaria se mudó a vivir a mi casa.
Cada mañana íbamos a la panadería de Pancho
a comprar 3 facturas para el colegio:
yo siempre elegía 2 tortitas negras y 1 pan de leche.
Cuando me encapriché por cambiarme de
grupo de catecismo, organizó partidos de canasta
en la casa de su cuñada, a la vuelta de la parroquia,
para que yo no tuviera que volver sola de noche.
Entonces me esperaba entre cartas de pocker,
té y masas finas, y volvíamos juntas.

Decía que lavar mi cabeza era más difícil
que lavar una frazada,
sin embargo le gustaba cepillarme el pelo
antes de dormir.

Miraba todos las ediciones del noticiero
(ella le decía informativo),
Grandes valores del tango,
La botica del ángel,
Hola Susana,
Domingos para la juventud
y algunas novelas
(yo la acompañaba con Susana y las novelas).
Mientras tanto tejía.
A veces venía su mejor amiga a tejer con ella,
otras una vecina para que le corrigiera el tejido.

Dormía siestas en el sillón del living
tal como hacen hoy sus dos hijos mayores.
Cada noche se acostaba con una radio vieja
debajo de la almohada,
tal como hace hoy su nieto número cuatro.
Se perdía por la crema chantilly,
comía de a cucharadas directo del bowl,
tal como hace hoy su bisnieta número uno.

Fue maestra y directora,
primero en el campo y después en la ciudad.
Odiaba el peronismo porque la obligaron
a afiliarse al partido para poder trabajar.
Odiaba las cosas injustas, por eso cortaba
el teléfono cuando llamaba mi papá
(había desarrollado una extraña velocidad
para atender el teléfono primero que nadie).
Odiaba la violencia, por eso le exigió a mi mamá
que no me deje ver La noche de los lápices.

Se teñía el pelo.
Un día se enfermó y le dejó de crecer,
hasta que le empezó a crecer de nuevo,
mucho y hermoso,
de color gris casi blanco.
Entonces dejó de teñirse.
También dejó de correr al teléfono cada vez que sonaba,
y de cocinar las papas fritas gordas
con cáscara crocante y blanditas por dentro
que eran las más ricas del mundo,
y desde su trono matriarcal
pedía un vasito de agua fresca para tomar el remedio
que mi hermana o yo le dábamos en un
vaso color ámbar marca pírex.

Me enojé.
Me enojé con ella y con el mundo.
Me enojé porque ya no podía ocuparse de mí.

Un 12 de marzo de 1989 me despertó mi mamá
y yo ya sabía lo que me iba a decir,
y me vestí con una shumper de jean celeste prelavado,
y una camisa rosa clarito con cuello blanco,
y un saquito de lana tejido a mano
color lila jaspeadita con otros colores
pero predominantemente lila,
y medias blancas,
y zapatos de colegio,
y fui a despedirla.

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